• El hospital público de Herat trató en el 2005 a 90 mujeres que intentaron quitarse la vida prendiéndose fuego
• Las suicidas buscan escapar del maltrato de sus maridos
ARC MARGINEDAS
ENVIADO ESPECIAL / KABUL
Después de cinco años de matrimonio en los que su marido la azotaba diariamente con un palo de madera para hornear pan, Sabyana decidió cumplir con su amenaza: se roció con combustible, se prendió fuego y se quemó a lo bonzo.Y aunque ahora se arrepienta de haber optado por este doloroso intento de suicidio, con un 100% del cuerpo cubierto por quemaduras –el 60% de ellas de tercer y cuarto grado, es decir, hasta el hueso– Sabyana, de 18 años, envuelta en vendajes ajados y sin haber abandonado aún la adolescencia, tiene ya una sentencia de muerte dictada por la unidad de quemados del hospital público de Herat.
Solo en los seis primeros meses del 2006, el centro ha recibido 55 casos de mujeres de la región que se han prendido fuego, casi todas porque preferían inmolarse a seguir conviviendo con sus esposos. El año pasado fueron más de 90.
Lecho de muerte
Cuando exhale su último aliento, Sabyana dejará atrás dos hijos, uno de ellos un bebé de dos meses, y una existencia infravalorada en la que ha sido considerada como un objeto o un producto de compraventa. “Le imploré que dejara de pegarme; que si seguía haciéndolo, me mataría; pero hubiera sido mejor que me hubiera marchado a casa de mi padre en lugar de hacer esto”, lamenta entre susurros.
La ternura que ahora, en el lecho de muerte, le dispensa su marido violento, ha llegado a ablandar el corazón de esta joven afgana en sus últimas horas. Solo con aparecer por el hospital, ha logrado que Sabyana perdone todas las vejaciones y humillaciones sufridas y que su conciencia de maltratador quede liberada. Un personaje que alterna en dosis calculadas agresiones y episodios violentos con palabras de cariño. “Mi marido viene a verme cada día; claro, nos queremos”, musita, casi orgullosa y ajena a su destino.
No parece que en el pensamiento de Mina esté el perdón hacia su antiguo prometido. Conseguirá sobrevivir porque solo presenta quemaduras profundas –esas que no duelen como las superficiales pero que provocan gravísimas infecciones– en el 20% del cuerpo. Pero las llagas de Mina convivirán, durante el resto de sus días, con la cicatriz del odio hacia la familia y el hombre con el que se iba a casar. “Me había prometido con un hombre, pero las que debían ser mi cuñada y mi suegra no me querían y difundieron falsos rumores sobre mí”, explica, envuelta en mantas que solo dejan ver el rostro.
Escribir una carta de protesta no bastó para que Mina evitase el injusto veto impuesto. Y fue entonces cuando optó por quemarse a lo bonzo. Solo para “demostrarles que estaban equivocadas”, apunta. De tan drástica decisión logró arrancar un pequeño gesto de piedad de su exprometido, que vino a visitarla al hospital. Pero cuando le pidió que le comprara los medicamentos que necesitaba, esos que no se suministran por falta de fondos, regresó por donde había venido. “Me dijo que algo así tenía que hacerlo mi hermano”, se indigna. Y desde aquel día no le ha vuelto a ver.
El fenómeno crece
No está claro por qué las mujeres afganas que quieren suicidarse deciden hacerlo de una forma tan dolorosa. “Son de clases sociales bajas; lo hacen en un momento de desesperación, después de una pelea o de haber sido golpeadas por sus maridos”, conjetura Ibrahim Mohamedi, jefe de la unidad.
La catalana Eva López, de la oenegé Associació de Cooperació per Afganistan, se encuentra en Herat, ciudad con un elevado índice de suicidios femeninos, para hacer un estudio con el que plantear un proyecto de ayuda a las mujeres que se inmolan. “No tenemos constancia de que hubiese este tipo de suicidios antes de que los talibanes llegasen al poder; sin embargo, sí se puede decir que el fenómeno crece”, insiste. “En Afganistán, una mujer no tiene acceso a somníferos ni armas”.
La falta de material sanitario y personal convierte el trabajo en la unidad en poco menos que una heroicidad. “Cobramos 40 dólares (31 euros) al mes, y en algunos casos en los que las familias no pueden pagar las medicinas, las sufragamos de nuestro propio bolsillo”, recuerda Mohamedi, mientras implora ayuda y personal a las oenegés, casi ausentes en Herat.
La voz de Ibrahim es una de las pocas que se hacen oír entre los alaridos de una niña quemada, en el momento en que el personal sanitario le hace las curas de rigor.